Publicado el 03/02/2014
El crepitar del fuego ha sido este pasado fin de semana el protagonista en muchos pueblos, tanto de España, como de América. La Fiesta de la Candelaria es punto de inflexión en muchos sentidos. En las tierras plagadas de olivos implica el fin de la temporada de recolección, que se celebra con grandes candelas hechas con las podas de los olivos. Pero para la Cristiandad la Candelaria es la Fiesta de la Vela Santa, del fuego purificador.
La liturgia brinda al 2 de febrero, el día en que se cumple la cuarentena del nacimiento de Jesús, un rito por el que se bendicen las velas, fabricadas con cera de abeja pura. En ellas se enciende la Luz Santa, que habrá de iluminar el camino que nos conduce al Señor. Aunque tras la reforma litúrgica del Vaticano II la fiesta pasó a un segundo plano, la bendición de las velas es un acontecimiento solemne en el que se conmemora un apartado muy importante y revelador de la vida del Mesías.
El fuego purificador toma significado en la Candelaria con la bendición de las velas, en la que se pronuncia un rico pasaje del evangélico dividido en tres partes: la Purificación de María, la Presentación de Jesús en el Templo de Jerusalén y la profecía de Ana y Simeón.
En el libro del Levítico, atribuido al profeta Moisés, se dedica un pasaje a la purificación a que se deben someter las mujeres tras el parto (Lv 12, 1-8). En el que la pérdida de sangre (al igual en el parto que en la regla) la mujer pierde parte de su vitalidad, y la ha de recuperar a través de una serie de rituales religiosos.
María, siguiendo los preceptos de la Ley de Moisés, se dirigió al Templo, junto a su hijo y su marido, para celebrar su purificación, el día que se cumplió la cuarentena tras el parto. Un ritual que hoy día se conmemora con la bendición de las velas para el altar. Pero que entonces se realizaba con el sacrificio de dos pichones (ofrenda reservada a los pobres, frente al cordero de los más pudientes).
En el mismo ritual, en que se realiza la purificación de la madre, el hijo es presentado a Dios en el Templo de Jerusalén. Hay que recordar que tras la Pascua en que Dios liberó al pueblo judío de Egipto, todos los primogénitos pertenecen desde su nacimiento a Dios, siendo presentados al Altísimo en lo que hoy es la Fiesta de la Candelaria o de la Vela Santa.
A pesar de que Cristo estaba exento de la ley, puesto que es hijo de Dios y Dios mismo, persona de la Trinidad, sus padres, desconocedores aún de la revelación divina, lo presentan en el Templo como uno más (Jn 2, 22-24). Cumpliéndose la profecía del Hijo del Hombre que habría de venir para salvar al mundo. Pero ese mismo día aconteció un suceso que marcaría a María, las profecías de Simeón y Ana.
Hace unos días hacíamos referencia a la última fiesta que hemos celebrado en todas las iglesias de la Cristiandad. La Candelaria o Fiesta de la Vela Santa rememora la purificación de María tras el parto, la presentación de Jesús en el Templo de Jerusalén y se acompaña de dos profecías referentes a María y su hijo.
La luz de la velas de cera de abeja son una constante en los altares durante la celebración de la eucaristía. Pero antes de que el Cristo del Señor, el ungido por Dios, celebrara la Santa Cena, ya los profetas hacían referencia a la Luz Santa.
Simeón era un hombre piadoso que había tenido una revelación del Espíritu Santo, según la cual antes de morir vería al que sería el Salvador del Mundo, al ungido de Dios. El hombre, movido por la inspiración del Espíritu, fue al Templo de Jerusalén, coincidiendo con la visita de José y María. Era el día en que se cumplía la cuarenta del parto, el día de la Candelaria, el día en que se enciende la vela que ha de iluminar al mundo.
Cuando Simeón vio al niño Jesús en brazos de sus padres se dirigió a ellos, recitando un canto que reproduce el evangelista Juan (Jn 2, 29-32), el “Nunc dimittis”:
“Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel.”
Con este canto Simeón da gracias a Dios porque reconoce en Jesús al Salvador. A aquel que el Espíritu Santo le había anunciado que vería antes de poder morir en paz. El anciano forma parte de lo que se llama el “resto de Israel”. Un grupo de judíos piadosos convencidos de la inminente llegada del Mesías. En su mensaje destaca que el Mesías lo es de todos los pueblos de la Tierra, no solo de los judíos: “luz para iluminar a los gentiles”. Una vela de esperanza que se enciende para toda la humanidad, salvada por gracia de Dios.
La alegría del anciano Simeón contrasta con la verdad dura de su profecía, que sigue al canto. Una revelación hecha a María, anunciando el sufrimiento que tendrá por causa de su hijo (Jn 2, 35):
“¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!”
El anuncio de Simeón antecede al sufrimiento de María, compañera de viaje de Jesús en su predicar, que habría de sufrir a los pies de la Cruz la pérdida de su único hijo. Una imagen, la daga que atraviesa el corazón, que se muestra en muchas de las vírgenes que cada Semana Santa recorren las calles de pueblos y ciudades, bajo palios plagados de velas.
Tras el encuentro con el anciano los padres de Jesús dan con Ana. Una mujer de avanzada edad, también del “resto de Israel”, piadosa y creyente en la venida del Mesías. Ella reconoce en Jesús al liberador del mundo.
La anciana, cuenta el evangelista, se puso a alabar a Dios y a hablar del Niño a cuantos llegaban al templo, anunciando a los judíos la llegada del Mesías y encendiendo la vela de la esperanza en todo Jerusalén.
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